6/01/2009

EL SEMBRADOR SALIÓ A SEMBRAR SU SEMILLA


por Charles Haddon Spurgeon
En Exeter Hall, Strand, Londres.
"Juntándose una gran multitud, y los que de cada ciudad venían a él, les dijo por parábola: el sembrador salió a sembrar su semilla; y mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, y fue hollada, y las aves del cielo la comieron. Otra parte cayó sobre la piedra; y nacida, se secó, porque no tenía humedad. Otra parte cayó entre espinos, y los espinos que nacieron juntamente con ella, la ahogaron. Y otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno. Hablando estas cosas, decía a gran voz: El que tiene oídos para oír, oiga." Lucas 8: 4-8.

En nuestro país, cuando un sembrador sale con su semilla, entra a un campo cercado y comienza de inmediato, con debido orden y precisión, a esparcir la semilla de su canasta a lo largo de cada camellón y cada surco; pero en el Oriente, el campo de cultivo, que está muy cercano a la aldea, es una vasta planicie desprovista de cercas. Es cierto que el terreno está dividido en diferentes propiedades, pero no hay vallados, no hay divisiones, excepto los lindes antiguos, o tal vez, en raras ocasiones, un simple muro de piedras que se utiliza para dividir un campo de otro. A lo largo de estas tierras comunales y completamente abiertas, hay veredas, las más frecuentadas de las cuales se llaman calzadas. No deben imaginarse que estas calzadas sean en el menor grado como nuestros caminos macadamizados, sino son simplemente veredas frecuentadas, que quedan tolerablemente apisonadas. Por aquí y por allá hay atajos, sobre los cuales pueden andar los viajeros que deseen evitar el camino público buscando un poco más de seguridad, cuando el camino principal está infestado de ladrones, y el apresurado peatón puede encontrar un atajo a través de la planicie, y abre así un nuevo camino para otros que viajen en la misma dirección.

Cuando el sembrador sale en la mañana para sembrar la semilla, encuentra, tal vez, un pequeño espacio de terreno escarbado con un primitivo arado oriental; comienza a esparcir su semilla allí más abundantemente por supuesto, pero resulta que un sendero atraviesa el propio centro de ese campo, y a menos que esté anuente a dejar una importante área sin sembrar, tiene que arrojar un puñado de semillas sobre el sendero; y por allá, hay una roca que aflora justo en el centro de la tierra arada, y la semilla cae sobre ella; y allá también, protegido por la negligente labranza del oriente, hay un rincón lleno de raíces de ortigas y cardos, y el sembrador siembra su semilla allí también; el trigo y las ortigas nacen juntamente, y según sabemos por la parábola, los espinos son más fuertes y ahogan a la semilla, de tal manera que no produce fruto para perfección. El recuerdo de que la Biblia fue escrita en el Oriente, y de que sus metáforas y alusiones nos deben ser explicadas enteramente, únicamente por viajeros orientales, nos ayudaría a menudo a entender un pasaje mucho mejor de lo que podría hacerlo un lector inglés común.

Ahora, el predicador del Evangelio es como el sembrador. Él no produce su semilla; su Señor le da su semilla. No sería posible que el hombre produjera la más pequeña semilla que haya germinado jamás sobre la tierra, y mucho menos esa semilla celestial de vida eterna. El ministro va a su Señor en secreto, y le pide que le enseñe Su verdad, y así llena su cesta con la buena semilla del reino. Lo que el ministro tiene que hacer, es salir, en el nombre de su Señor y esparcir la verdad preciosa. Si supiera dónde pudiera encontrarse el mejor suelo, tal vez se limitaría a aquel que ha sido preparado por el arado de la convicción. Pero como no conoce los corazones de los hombres, su oficio consiste en predicar el Evangelio a toda criatura; y tiene que echar un puñado en ese corazón duro allá, y otro puñado en este corazón crecido en exceso, que está lleno de afanes y riquezas y placeres de este mundo.

Él tiene que confiar el destino de la semilla al cuidado del Señor que se la dio, pues entiende muy bien que no es responsable de la cosecha; él es únicamente responsable del cuidado, de la fidelidad y de la integridad con los que esparce la semilla, a diestra y siniestra con ambas manos. Qué importa que ninguna espiga alegre jamás a las gavillas; aunque no se vea nunca una sola hoja brotando entre los surcos, el hombre será aceptado y recompensado por su Señor, si sólo ha sembrado la buena semilla, y la ha sembrado con mano cuidadosa. ¡Ay! ¡Ay! -si no fuera por este hecho, que no somos responsables de nuestro éxito-, con qué agonía desesperanzadora debemos recordar que demasiado a menudo laboramos en vano, y gastamos nuestra fuerza sin obtener nada. El viejo clamor de Isaías debe ser todavía nuestro clamor, "¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?"

Pero una semilla de cada cuatro, encuentra un terreno lleno de esperanzas. Tres de las cuatro porciones, esparcidas en lugares malos, no producen ningún buen efecto, sino que se pierden, y no se volverán a ver, excepto cuando se levanten en el juicio en contra de nuestros oyentes carentes de la gracia, para condenarlos.

Permítanme observar aquí que la medida de nuestro deber no está limitada por el carácter de nuestros oyentes, sino por el mandamiento de Dios. Estamos obligados a predicar el Evangelio, ya sea que los hombres oigan o que se abstengan de oír. Los corazones de los hombres son lo que son. No soy liberado de mi obligación de sembrar la semilla sobre la piedra al igual que en el surco, en la calzada al igual que en el campo arado.

Esta mañana mi plan será muy simplemente, dirigirme a las cuatro clases de oyentes que han de ser encontrados en mi congregación. En primer lugar, tenemos a aquellos que están representados por la ubicación junto al camino, los meros oyentes; luego tenemos a aquellos representados por oyentes de terrenos de pedregales, aquellos en quienes es producida una impresión transitoria, tan transitoria, sin embargo, que nunca llega a ningún bien duradero. Luego siguen aquellos en quienes se produce una impresión grande y buena, pero los afanes de esta vida, y el engaño de las riquezas y los placeres de este mundo ahogan la semilla; y, por último, esa pequeña clase -Dios se agrade en multiplicarla en grado sumo-, esa pequeña clase de oyentes de buena tierra, en quienes la Palabra hace dar fruto, en algunos a treinta, en algunos a sesenta, y en algunos ciento por uno.

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