4/29/2009

Rev. José Manuel Ibáñez Guzmán


José Manuel Ibáñez Guzmán Primer pastor Presbiteriano Iberoamericano ordenado en Chile.
Los ricos, los intelectuales, los políticos, los encopetados, miraron a los predicadores evangélicos con un respingo de infinito desdén. Los devotos, beatos y beatas, hablaban pestes de la “herejía importada”. Las autoridades no podían, o no querían, contener la violencia de los grupos hostiles. Los primeros interesados fueron los trabajados y cansados, que acudieron al Jesús Compasivo, en busca del descanso para sus almas. Como bálsamo suave cayeron las benditas nuevas en algunos corazones. De entre un pueblo esclavizado durante siglos por un clero tiránico, hubo algunos con coraje suficiente para romper sus coyundas y andar libres. ¡Honor a su memoria! Luego se desencadenó una persecución tan despiadada como los movimientos represivos en el viejo continente de Europa. Los primeros evangélicos, cual sucesores de los ilustres del capítulo 2 de la carta a los Hebreos, por su fe “ganaron reinos, obraron justicia, alcanzaron promesas, taparon las bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de cuchillo, convalecieron enfermedades”. Pero Dios, como de costumbre, escogió lo flaco del mundo para avergonzar lo fuerte. Sin prestigio social, sin recursos adecuados, sin más armadura que la divina, emprendieron la campaña tenaz, con una confianza inconmovible, en la rectitud de su causa y en el triunfo final de su esfuerzo. Testificaban a grandes y a pequeños de la maravillosa gracia de Dios por Jesucristo. Se les denigraba, se les burlaba, se les perseguía con una ingenuidad digna de una empresa mejor. Literalmente, tenían que sufrir la pérdida de sus bienes exiguos y, al asistir a las reuniones, corrían riesgo de sus vidas.
Costó harto arraigar el árbol presbiteriano, la primera planta evangélica aclimatada en tierra chilena. Soplaba el huracán, quemaba el sol, el suelo resultó movedizo y los transeúntes poco respetuosos. Por muchos años era un tallo débil; pero, favorecido por Dios y cuidado esmeradamente por los primeros jardineros, echó raíces profundas y siguió creciendo hacia arriba y hacia fuera, aferrándose del suelo patrio. Los caballeros andantes de los primeros días, y sus no menos heroicas esposas, han establecido una tradición inextinguible y, siendo muertos, aun hablan. Todavía nos desafían a un discipulado animoso. Durante la primera década, casi todos los obreros fueron ministros norteamericanos, y la mayoría de ellos sostenidos por la junta presbiteriana. El Rev. Samuel J. Christen, de origen suizo, muy erudito y consagrado, fundador de la obra en Copiapó, estableció un colegio de hombres en aquella ciudad en el año 1877. Las familias chilenas, de Copiapó y del centro de Chile, dieron entusiasta apoyo a la escuela, que el Sr. Christen la trasladó a Santiago, donde fue conocido como “El Instituto Internacional” y más tarde como “El Instituto Inglés”. El 29 de Octubre del año 1930, se colocó la piedra angular de uno de los edificios que componen el cuadrángulo moderno del nuevo plantel, de manera que el paso original del Sr. Christen, ha dado a Chile un establecimiento de educación secundaria, que constituye el justo orgullo de la iglesia presbiteriana. Hoy este lugar lo ocupa el establecimiento universitario llamado “el pedagógico”. Los hermanos Roberto y Eneas Mac-Lean ocuparon el distrito de Concepción en el año 1874; pero se retiraron de Chile, después de pocos años. Antes de dejar el campo, abrieron obra en San Felipe, donde el fanatismo de la gente fue tal, que tuvieron que arriesgar sus vidas a diario. Roberto Mac Lean se fue a Puerto Rico, donde sirvió con alta distinción y éxito, y terminó su ministerio como director de la obra en castellano, entre los extranjeros residentes en USA. El Rev. Samuel W. Curtis llegó a Concepción en el año 1875, y pudo cimentar la iglesia presbiteriana en la Capital del Sur. En el centro del país actuaron los presbíteros Merwin, Gilbert y Lester, respaldados siempre por el Dr. Trumbull. Por algunos años existían dos cuerpos misioneros, el del Norte y el del Sur. Pronto se unieron.
Todos los misioneros anhelaban dar la bienvenida a un predicador chileno, puesto que, desde el principio los extranjeros insistían en que Chile habría de ser evangelizado por chilenos, sostenidos en todo sentido por sus compatriotas. Es así, entonces, que el primer pastor chileno, ordenado al ministerio por sus colegas del campo, fue el Rev. José Manuel Ibáñez Guzmán. Fue el primero que, en toda la América de habla castellana, recibiese este título de distinción Este benemérito joven, hizo alto honor a su familia, a su patria y a su vocación santa. Fueron sus padres: Don José Manuel Ibáñez y Doña Rita Guzmán de Ibáñez, descendientes de hidalgas familias españolas. La rama de estos Ibáñez es muy corta en la actualidad. Se casa con la Señora Mary Grundy, digna compañera del pastor, por sus virtudes e inteligencia. Solo tuvieron un hijo que murió a temprana edad. Don José Manuel Ibáñez, recibió una educación esmerada en la ciudad de Sacramento, estado de California, E.E.U.U., y volvió a Chile con el propósito de dar su vida fulgurosa a Cristo, en bien de sus compatriotas. Hizo sus estudios teológicos bajo la sabia dirección del Dr. David Trumbull (los había empezado en California) y no hay duda de que el vínculo, entre maestro y alumno, resultó de gran provecho para ambos. Hay constancia de que la campaña a favor de la liberalización de las instituciones sociales, y la reforma de las leyes opresivas, se debió al cerebro fértil y corazón audaz del joven Ibáñez. Como escribiente en la oficina del Dr. Trumbull, tuvo la oportunidad de formular medidas que se incorporaron más tarde en la legislación del país. Pero su ardor e intrepidez le capacitaron para la propaganda activa, y sus hermanos mayores lo ordenaron en el mes de Noviembre del año 1871.
Después de un largo viaje de reconocimiento y evangelización en el Norte de Chile, volvió a pastorear la iglesia de la Santísima Trinidad, terminando su breve, pero brillante carrera ministerial, antes que el Presbiterio de Chile fuese organizado y dejando una estela de gratísimos recuerdos. El libro de actas de la Iglesia contiene una referencia digna de letras de oro: “La temprana muerte de este querido pastor y fiel campeón de la causa de Cristo, cubrió de luto la Iglesia que con tanto celo dirigía; su pérdida pareció ser pérdida
irreparable”. Un pariente cercano lo caracteriza, con referencia a sus cualidades sobresalientes, en los siguientes términos: “Fue un hombre de sólida y extensa cultura, de modales muy caballerosos y refinados y de corazón nobilísimo. Reunía en su persona casi todas las virtudes que embellecen y cautivan y, sin embargo, era hombre de batalla”. De él se puede decir que no conocía el temor de los hombres. No vacilaba en denunciar las inconsecuencias y abusos de la iglesia del estado, pero no se quedaba en las filípicas. Predicaba con oratoria clásica y escribía con elegancia de estilo. Su mensaje tenía, no solamente una cota positiva, sino también encerraba cualidades que hacían honda impresión entre los oyentes cultos y serios. Entre los que acudían a la galería sombreada de la antigua iglesia, en la calle Alonso Ovalle, esquina de Nataniel. Había ministros de la Corte, regidores, abogados, médicos y negociantes de alta alcurnia. Se cautivó la admiración y confianza de un gran número de espíritus selectos. Quedan en Santiago todavía, (1931) de los tantos así impresionados, hombres y mujeres que reconocen en Ibáñez al que les abrió las puertas a una nueva vida espiritual. Ibáñez desplegaba la luminosidad de un meteoro en una noche lóbrega, y más aun porque su actuación fue breve. Apenas hubo trastornado el pensamiento santiaguino en dirección a Cristo, cuando cayó repentinamente, víctima de un cólico fulminante. Corría el rumor de que su muerte, aparentemente prematura, se debió a un envenenamiento criminal; pero los miembros de la familia Ibáñez declaran que la desaparición temprana de su querido deudo, fue el resultado de causas enteramente naturales. En el Cementerio Disidente de Santiago, el epitafio en la lápida de José Manuel Ibáñez, atestigua la grandeza de su carácter y el valor de su servicio cristiano: En memoria de José Manuel Ibáñez Guzmán, Presbítero, Ministro de la Iglesia Reformada en esta ciudad Nació en San Felipe y murió en Santiago El 13 de Septiembre de 1875 A la edad de 34 años. Sus amigos en esta y otras ciudades, asociándose con la esposa afligida, deploran la pérdida De un entusiasta obrero De la ilustración, Y de un resuelto defensor De la libertad. Fue un elocuente orador, pastor instruido, Patriota ilustrado, amigo constante y Cristiano puro y abnegado.
Reflexiones basadas en el valioso aporte de Ibáñez, constituyen un llamado claro a los jóvenes de nuestra época, y nos señalan rumbos definidos acerca del ministerio aceptable al pueblo chileno. La familia Ibáñez costeó la preparación cabal de su hijo, y lo dedicó al más alto servicio de la patria. José Manuel Ibáñez, como Juan Knox, sentía tanto temor reverencial para con Dios, que se olvidaba del miedo ante los hombres. Derriba altares falsos; pero no se descuidaba de erigir, en su lugar, los altares verdaderos. Tronaba contra perversiones de la verdad; pero no se olvidaba de promulgar a Cristo como el Camino, la vida y la verdad. Hemos recogido otros rasgos individuales que señalan el tipo de caballero que era. “Siempre andaba inmaculado en su indumentaria, un modelo de limpieza y buen gusto”. Nunca hacía violencia a la dignidad humana. Glorificaba a su Salvador y Señor por los atractivos de su pensamiento y por el singular encanto de su personalidad radiante. En los anales de la obra presbiteriana, Ibáñez figura como modelado por su Maestro y como el primer pastor chileno digno de emulación, en todo detalle de su carrera heroica. Con corazones apesadumbrados, la manada pequeña volvió del entierro de su amado pastor; pero Dios les concedió aliento para perseverar en el testimonio realizado por el ministro, fiel hasta la muerte. “Dios entierra a sus obreros; más continúa su obra”. Varios extranjeros, de antecedentes evangélicos, se adhirieron al movimiento entre los chilenos, los colportores bíblicos Muller y Spandermann, las hermanas Martín, de Alemania, los hermanos Mitchell, Wetherby, Fraser y la hermana Francisca de Jackson. Pastoreados por ministros norteamericanos y apoyados por amigos de otros países, los grupos de creyentes mantenían sus cultos con regularidad y el Señor añadía, de tiempo en tiempo, a los que fueron salvados.
(“Historia de la Iglesia Presbiteriana en Chile”, J. H. Mc Lean.)